COWBOY DE CIUDAD

«A Joaquín Sabina le contaron que para entender México había que pasar por el Tenampa… y se lo tomó al pie de la letra»
En su sección “Cowboy de ciudad”, Javier Márquez Sánchez rememora la leyenda del Tenampa a propósito de su centenario. Ese lugar convertido en templo del mariachi y territorio de la ranchera, gracias a todas las personalidades que lo han ido habitando.
Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Foto: SABINEROS ZACATECAS.
En Plaza Garibaldi la noche nunca empieza ni termina del todo: simplemente cambia de canción. Entre trompetas, violines y vasos que chocan, hay una puerta con letras doradas que lleva cien años abriéndose al mismo rito: el del Salón Tenampa, la cantina donde México se mira al espejo con un caballito de tequila en la mano.
Fundado en 1925 por Juan I. Hernández, un jalisciense nostálgico que quiso traer a la capital el espíritu de Cocula, cuna del mariachi, el Tenampa nació como pedazo de provincia jalisciense en el corazón del Distrito Federal. Un siglo después sigue siendo exactamente eso: un territorio independiente gobernado por la ranchera, la melancolía y la risa alta.
La mesa donde no amanecía
La leyenda más repetida cuenta que Chavela Vargas y José Alfredo Jiménez podían encerrarse días enteros en el Tenampa: misma mesa, misma ronda de tequilas, mismo coro de mariachis que iban y venían mientras ellos afinaban sus propios fantasmas. Los trabajadores del lugar señalan todavía la mesa donde se sentaban, junto al cuadro de Chavela en la entrada, pintado por Felipe Aguilera, el mismo artista que llenó de rostros míticos las paredes del salón.
Dicen que ahí nacieron o se maceraron canciones que hoy forman parte del ADN de la música mexicana. No hace falta saber si fue exactamente así: basta ver el mural de José Alfredo sobre las mesas o escuchar cómo, en cuanto alguien pide “Serenata huasteca” o “El rey”, el Tenampa baja una marcha, como si se cuadrara ante uno de sus santos patronos.
En esas noches interminables la bebida no era un accesorio: era la partitura líquida. Tequila a palo seco, servido en vasos que se confunden con pequeños altares, y a veces acompañado de sangrita para armar la clásica “banderita” tricolor que recomiendan todos los devotos de Garibaldi.
La voz que aún mira desde la pared
Si el Tenampa es una iglesia del mariachi, en sus paredes cuelgan los iconos. Entre ellos, la cara de Vicente Fernández, pintada junto a las de Chavela, José Alfredo, Pedro Infante o Juan Gabriel. Desde ese mural, “Chente” sigue vigilando las mesas en las que suenan, noche sí y noche también, “Estos celos” o “Mujeres divinas”, convertidas en peticiones obligatorias de los grupos autorizados a tocar en el salón.
Cuando Vicente murió, el Tenampa se llenó de coronas y guitarras en señal de despedida. Los mariachis tocaron sus canciones mirando hacia el cuadro como quien le canta a un amigo de toda la vida. Ese es quizá el mayor misterio del lugar: uno entra como turista, pero si se descuida, sale como de un velorio, de una boda o de un exorcismo sentimental.
Tequila con acento de Madrid
A Joaquín Sabina le contaron que para entender México había que pasar por el Tenampa… y se lo tomó al pie de la letra. Hay crónicas de noches en las que el jerezano cruzaba la plaza después de un concierto, para encerrarse allí a base de tequila y mariachis, con la voz ya rasgada por otros bares y otros whiskys.
Se sabe que pidió “Cielito lindo”, “Cucurrucucú paloma”, “Un puño de tierra”, “Noche de mi mal”, y que los músicos lo trataron como a un cliente habitual, no como a una estrella: «¿Cuál le cantamos, patrón?». En algún vídeo se le ve cantando “Y nos dieron las diez” en el propio Tenampa, como si el tema hubiera sido escrito para esa plaza: un bar, la madrugada, una pareja que se resiste a irse.
El Sabina de esas noches descubrió que en Garibaldi uno no elige del todo la banda sonora: los mariachis se superponen, las trompetas de una mesa se mezclan con los violines de otra y, de pronto, un verso de ranchera se cuela entre dos sorbos de tequila y te cambia el ánimo.
La cocina como biografía
En su centenario, el Tenampa ha reforzado algo que llevaba décadas haciendo casi sin darse cuenta: contar México a través de lo que se come. La carta es un recorrido por Jalisco y por la cocina popular que sube desde las calles al mantel: birria como plato estrella, en tacos o en cazuela humeante; quesabirrias que combinan el exceso perfecto de queso y grasa; tortas ahogadas que llegan nadando en salsa de chile; carnitas, chamorro, cochinita, enchiladas que parecen un mapa en salsa roja y verde.
Hay también botanas convertidas en rito: la famosísima “botana Tenampa” con su desfile de antojitos, sopes de cecina con tuétano, guacamole coronado con chicharrón de rib eye. En las noches largas, el pozole se convierte en salvavidas; en los días de resaca, la sopa de tortilla cumple la función de una bendición caliente.
La coctelería ha ido creciendo sin traicionar la esencia. Siguen ahí los tequilas servidos a la antigua usanza, los mezcales que llegan con su ritual de sal y naranja; pero ahora también mandan los cantaritos gigantes –como los de Tequila Cazadores, mezclados con cítricos y refresco de toronja– que se han vuelto virales en redes, y las mezcalitas y cócteles de autor que coquetean con la modernidad sin dejar de oler a cantina clásica.
Entre plato y plato, el Ponche de Granada aparece como guiño dulce y tradicional en una carta que, más que menú, parece acta notarial de los antojos mexicanos.
Un escenario donde todo el mundo es protagonista
El Tenampa no es solo un sitio donde tocar mariachi, sino un escenario donde la gente se interpreta a sí misma. Una familia que llega de Los Ángeles y canta como si estuviera en una película; una pareja asiática que termina bailando “La bikina”; oficinistas que se prometen “nomás dos copas” y salen al amanecer con un mariachi a cuestas.
Los músicos también forman parte del mito. Hay quienes aseguran llevar casi toda su vida tocando ahí: mariachis como el Guadalajara o el Jarocho, agrupaciones con licencias especiales para tocar dentro del salón, que han visto pasar generaciones de clientes, amores y borracheras desde el mismo escenario improvisado entre mesas.
En los fines de semana pueden pasar por el Tenampa centenares de personas en una sola noche. Algunos vienen por obligación turística («hay que ir al Tenampa, como hay que ver el Zócalo»), otros por devoción heredada («mi abuelo ya se emborrachaba aquí»), y otros porque, sencillamente, no conciben un corazón roto o una gran celebración sin ese coro de trompetas de fondo.
El centenario: un siglo cantándole a México
En 2025, el Tenampa celebra oficialmente sus cien años de vida con conciertos especiales, un gran evento bautizado como “Tenampa 100 Años” y hasta la edición de un libro que recoge su historia. La cantina, ahora gestionada por descendientes del fundador, se ha convertido en patrimonio sentimental: un lugar donde la tradición se conserva no como pieza de museo, sino como algo vivo, que se canta, se bebe y se come cada noche.
Sus paredes, llenas de pinturas, mosaicos y pequeños personajes ilustrados, son ya una crónica visual de la música popular mexicana, con Chavela, José Alfredo, Juan Gabriel, Vicente y tantos otros custodiando las mesas como si bendijeran las desmañanadas con birria y tequila.
Cien años después, el Tenampa sigue siendo muchas cosas a la vez: refugio de bohemios, salón de fiestas improvisado, confesionario sin cura, archivo sonoro del mariachi y comedor donde la cocina jalisciense demuestra que la épica también se cuece en un plato humeante.
Quizá, esa sea su verdadera leyenda: que, en una ciudad que cambia a ritmo de terremoto y especulación inmobiliaria, exista un lugar donde el tiempo se detiene al llegar la primera ronda. Un sitio donde Chavela y José Alfredo siguen bebiendo en la mesa del fondo, Vicente observa severo desde la pared y Sabina aparece de madrugada, con sombrero ladeado, a pedir «una más… y nos vamos».
Y todos sabemos que es mentira.
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Anterior entrega de Cowboy de Ciudad: Willie Nelson y Merle Haggard, dos amigos.

