
«Es fácil aventurar que este último vals no va a ser el último. El viejo rockero se va a quedar un rato más en la fiesta»
José Miguel Valle, autor de los libros Rock & Ríos. Lo hicieron porque sabían que era imposible y Miguel Ríos y el Rock de una noche de verano, ambos editados por Efe Eme, se sumerge en las profundidades de su nuevo disco, El último vals, y nos comenta sus claves.
Texto: JOSÉ MIGUEL VALLE.
En una de las varias ocasiones que hablé con Carlos Narea para documentar las dos monografías en las que abordé las dos giras de Miguel Ríos con mayor impacto en la vida pública, Narea me advirtió jocosamente: «Desde que Miguel se ha jubilado no para de trabajar». Camino de cumplir 82 años, fue en el 82 cuando nuestro protagonista ascendió al rango de icono de la cultura popular.
En aquellos lejanos días era ineludible que en las entrevistas se le preguntara cómo era posible que alguien con una edad tan respetable se prodigara en hacer rock. La edad considerada provecta para la delectación por las guitarras eléctricas era treinta y ocho años. En la última entrevista que le he leído hace una semana ya no le preguntan por el sambenito de la edad, ahora ya directamente le interrogan sobre cómo le gustaría que fuera el contenido de su obituario. Si se consigna todo lo ocurrido desde que Miguel Ríos decidió oficializar su fallida despedida en 2011, hasta ahora, su expediente laboral abruma. Parece que tuvo que despedirse para darse cuenta de que necesitaba quedarse.
Afortunadamente, no solo se desdijo a sí mismo prosiguiendo su carrera, también contravino la idea de que publicar nuevos discos en estos tiempos de realidades pantallizadas y saciedad de estímulos no guardaba demasiado sentido. Que Miguel se llevara la contraria nos ha permitido disfrutarlo en el vigésimo aniversario de El gusto es nuestro, disponer de una versión sinfónica de las piezas más totémicas de su repertorio, escuchar canciones nuevas con una inédita atmósfera folk y country, celebrar en vivo, y a lo grande, los cuarenta años de ese doble disco en directo que partió el rock español por la mitad para, desde entonces, referirnos cronológicamente a todo lo acontecido en él como antes o después del Rock & Ríos.
León Benavente canta en “Viejos rockeros” que hay que saber irse de una fiesta, pero omite que también uno se puede quedar en ella si le apetece y sabe continuar sin perder la compostura. El nuevo disco de Miguel Ríos es una muestra de que esta segunda posibilidad es factible y se puede desempeñar de manera encomiable. El último vals es una secuela del anterior trabajo de 2021, Un largo tiempo, con el guitarrista José Nortes de nuevo articulando una producción comedidamente exquisita, pero electrificado, robustecido con la pegada de la batería y con más presencia de un buen humor que aligera el resultado final. Frente a la propuesta folk y artesanal de la obra precedente, ahora las guitarras recuperan protagonismo y el repertorio se condensa en rock atemporal defendido con elegancia y coherencia.
El disco arranca de manera euforizante con la celebratoria “En la rampa de salida”, una pieza energética con guiños sonoros mexicanos que colaboran a dar énfasis al fervor de estar vivo, incluso «aunque estés regular», como señala el propio Miguel en una apostilla recordatoria de que acumula ocho decenios a pesar de no aparentarlos. Una melodía pegajosa y saltarina ratifica que la gira del cuadragésimo aniversario del Rock & Ríos, celebrada en 2023, le ha insuflado renovado brío rockero a su creador. Tras la obertura nos adentramos en la cadencia infecciosa de “Viejos temas, bellas canciones”, una vindicación de la música, pero sobre todo del rock and roll como lugar de pertenencia, el sitio donde aprendimos el magisterio de una educación sentimental y crítica para habitarnos y relacionarnos mejor con el mundo. Jugando con la conocida dialéctica de rock y amor, en el siguiente corte aparca el rock y pasa al desamor en una sentida balada con un tempo ágil (“La cuenta atrás”), para alertarnos de qué toxicidades comparecen en las parejas cuando el amor termina, pero no la relación.
Miguel renueva su enfatizado compromiso social en la guitarrera “La buena orilla”, una descarnada crónica de los flujos migratorios, el horror de las guerras tribales, la aspiración a vivir en libertad, el racismo, los fantasmas del fascismo ululando en la vieja Europa. Tras la politizada indignación, llega la calma con la parsimonia de un blues que evoca la tristeza del final de un antiguo amor pasional y que sirve para intitular el disco.
La sinceridad de la realidad etaria se da cita cuando se afirma empíricamente que «el óxido no descansa jamás». Es la idea central de la divertida tonada “Si pudiera parar el tiempo”, un relato cargado de nostalgia, y a la vez buen humor, para testificar los achaques del cuerpo cuando se ingresa en la senectud, con guiño biográfico incluido al río aquel en el que se inspiró para firmar su primer gran éxito. Los viejos rockeros nunca mueren, pero ya están en la tercera edad, es el pensamiento que cuesta admitir cuando finaliza el melódico trotar de esta pieza. El momento compositivo más brillante se despliega a continuación con la balada aderezada de regusto folk “Oro irlándes”, acertadamente elegida como segundo single. Evocaciones a un amor disfrutado en los años setenta, pero que se mantiene muy vívido en el recuerdo, como todos los amores que terminan pero que nunca concluyen mientras se pueda dialogar con ellos a través de la memoria.
Miguel rinde tributo a Crosby, Stills and Nash en otra pieza que destila buen humor y retrato generacional al recordar a ritmo de locomota su “Marrakech Express” del 69. La militancia por un mundo más decente vuelve a la carga con la combativa “No es la tierra, estúpido, ¡Eres tú!”. Hay explicitud narrativa en esta invectiva contra los negacionistas, pero también se presenta una enmienda a la totalidad a un capitalismo que inercialmente propende a la polución, el calentamiento global y la incesante desigualdad material.
Los minutos en los que se despliega mayor hilaridad suceden en “Más dulce será la caída”, una sátira del tropezón sufrido en el Palacio de los Deportes de Madrid cuando participó como invitado en un concierto de Ojete Calor. Fue un leve traspié en el que José Nortes le ayudó a levantarse sin más, aunque tuvo una desmedida cobertura mediática. En clave de rock and roll el texto sirve de ilustrativo epítome de cómo funciona la jerarquización informativa en la que la anécdota ocupa el centro y lo relevante es relegado a la ultraperiferia: «la hostia del cantante sale en televisión, pero si saca un disco no se entera ni dios». Tras provocarnos la inevitable sonrisa llega la pieza más intimista y taciturna para clausurar el álbum. “Las voces del jilguero” es un canto a la libertad con el texto más lírico, firmado por Eva Losada Casanova, autora de la novela de título homónimo.
Sin apenas advertirlo el disco ha terminado, una escucha fácil, variada y agradable que invita a ponerlo de nuevo. Miguel Ríos ha afirmado que seguirá en el oficio mientras tenga pelo, voz e historias que contar. Es patente que sus rizos siguen ahí, sus cuerdas vocales mantienen una asombrosa capacidad para expresar las vicisitudes de la vida, las nuevas canciones revelan que recepciona con la virtud crítica del humanismo lo que ocurre en el mundo, y que, además de en Madrid y Granada, su casa está en el escenario de cualquier ciudad en la que se le espere. Visto el resultado de esta entrega discográfica, es fácil aventurar que este último vals no va a ser el último. El viejo rockero se va a quedar un rato más en la fiesta.

