EL RITMO DE LA SEMANA
Casa de Tolstoi. Moscú (2015).
«Huyó de su rutina porque esta chocaba frontalmente contra sus principios y le dio plantón a la vida que había sido diseñada para él»
En su columna de los lunes, esta semana Sara Morales traza las líneas de comportamiento y pensamiento que compartieron el escritor ruso y el músico británico, con prácticamente un siglo de diferencia.
Una sección y foto de SARA MORALES.
Un día, hace ya varios años, tuve la oportunidad de visitar la casa de Tolstoi en Moscú. Reconvertida en un bonito museo, me llamó la atención lo bien conservada que estaba y lo ostentoso de su decoración. Un rococó que rozaba lo obsceno, un horror vacui de lujo casi enfermizo en cada habitación, en cada estancia, que manifestaba a cada paso su poder adquisitivo y su estatus en aquella presuntuosa Rusia del siglo XIX.
Ese nivel de vida heredado de su familia, muy cercana a la aristocracia, le valió solo para un tiempo al bueno de León. Porque criado, crecido y madurado con todas las comodidades, una tarde, al poco de terminar de escribir Ana Karenina en 1877 con 49 años, decidió desprenderse de todo y darse a la vida sencilla, casi ascética. Renunció a su fortuna y a los ingentes derechos de autor que ya atesoraba por obras colosales como Guerra y paz (1867) y se lanzó a vivir como un campesino, en la más absoluta austeridad, para dedicarse a los demás y a luchar contra la pobreza en el mundo desde su ciudad.
Y me acuerdo de él estos días porque se acaban de cumplir 115 años de su muerte. Esta le llegó por una neumonía en una estación de tren de Lípetsk, que ahora lleva su nombre, en la que pasaba las noches desde que abandonara su casa y a su esposa.
Huyó de su rutina porque esta chocaba frontalmente contra sus principios. Buscaba y reclamaba su privacidad, condenó la fama y el reconocimiento, esquivó a la prensa y le dio plantón a la vida que había sido diseñada para él. Algo que me lleva directa, o indirectamente, hasta Nick Drake, que también se marchó un mes de noviembre —este martes hará ya 51 años— porque decidió que lo que le rodeaba no iba consigo.
El carácter esquivo y reservado del músico británico —aunque no olvidemos que nació en Birmania— le llevó a transitar la misma senda conductual de Tolstoi. Durante su carrera, rechazó activamente la promoción de sus discos y se negó a dar conciertos —treinta en toda su vida y, en sus propias palabras, «solo tres me parecieron bien»—; porque se sentía incómodo, fuera de lugar. Aquel no era su hábitat, sí lo era la intimidad que creaba componiendo canciones, escribiendo…
Pero todo aquello le llevó a recluirse todavía más en sí mismo, a un aislamiento asfixiante con el que condenó a su propia obra —inolvidable aquel Pink moon (1972)—, y terminó sus días luchando contra una depresión que acabó ganándole la batalla.
«Abandonaré aquello que me convierte en lo que realmente no quiero ser», dejó dicho uno. «Todo el mundo piensa en cambiar la humanidad, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo», dejó dicho el otro. Misteriosos y auténticos ellos. Sobre todo auténticos.
–
Anterior entrega de “El ritmo de la semana”: Enrique Urquijo, Bo Diddley, los Kinks… y, a todo esto, Frankenstein y Rosalía.

