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Cuando Mark Knopfler puso música al realismo sucio

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«La épica para colorear una cinta que, como la novela en la que está basada, representa lo peor del ser humano»

 

Last exit to Brooklin, basada en la novela de Hubert Shelby Jr., intentó en 1989 darle imagen a uno de los iconos de un género tan polémico como minoritario. Ahí estuvo el líder de Dire Straits para firmar la música de la cinta. Por Manolo Tarancón.

 

Texto: MANOLO TARANCÓN.

 

Es habitual que artistas o grupos de renombre compongan bandas sonoras para cine. Lo que más encontramos son cameos para una o a lo sumo un par de cintas, como es el caso de Pink Floyd a los que Barbet Schroeder encarga More o el aclamado disco Obscured by clouds, correspondiente a la banda sonora de la olvidadísima película La Vallée. Solo la primera es considerada de culto entre cinéfilos de autor. Dead man, encargo de Jim Jarmusch a Neil Young o Bob Dylan con Pat Garrett & Billy the Kid, de Sam Peckinpah, que a la postre se convierte en su duodécimo disco de estudio, son otros ejemplos.

No es lo mismo poblar imágenes de canciones, que sumirse en la complicada labor del arreglista, del músico que compone piezas instrumentales, atmósferas, líneas armónicas que visten imágenes, escenas y secuencias. Si además de todo esto le sumamos la versatilidad en cuanto a géneros, podemos concluir que Ry Cooder es un máximo exponente. Sí, de acuerdo, París, Texas, pero también Ciudad peligrosa (1986), El tiempo de los intrusos (1992), El último hombre (1996) o Buenavista Social Club (1999). Pero quiero detenerme en otro nombre que ha escrito con mayúsculas su aportación al cine: Mark Knopfler.

Como si ya fuera una premonición el título del disco de Dire Straits, Making movies (1980), su líder recibiría el encargo de vestir la película Local hero (1983), del director Bill Forsyth, donde destaca el archiconocido tema “Going home: Theme of the local hero”, incorporado en muchos de los conciertos del grupo como tema final. Cal, La princesa prometida o La cortina de humo serían otras de sus firmas importantes. Existe una película ya de por sí difícil de trasladar a la pantalla por elegir un libro tan difícil, polémico y extraordinario para adaptar, un reto mayúsculo, que no lo es menos a la hora de componer su música. Diría más. Si algo salva esta producción cinematográfica es, precisamente, su banda sonora, pero solo es una opinión. Habrá quien sí disfrute del largometraje, pero aquí uno se queda con la novela con los ojos cerrados. Y con su música.

Para cualquier entusiasta del realismo sucio es imposible que entre sus libros de cabecera no se encuentre el de Hubert Shelby Jr., Última salida para Brooklin en su traducción española, publicado por primera vez en 1964. Una amalgama de personajes desestructurados, marginales sociales con escasos vínculos afectivos campan a sus anchas por sus páginas poniéndonos los pelos de punta sin ahorrar en detalles escabrosos y escenas duras como piedras. Puede recordar la dureza de algunos pasajes del estreno novelístico de Denis Johnson, Ángeles derrotados, o algunas vivencias autobiográficas del mismísimo Burroughs en Yonqui. Lástima que su irregularidad como escritor solo nos dejara otra joya incontestable —también llevada al cine— como Réquiem por un sueño.

Como decía, comparando la obra literaria con la adaptación cinematográfica de 1989, dirigida por Uli Edel con guion de Desmond Nakano, no es difícil decantarnos por la primera, pero cabe destacar la sutileza y el buen hacer de Knopfler a la hora de componer su música. Debió ser realmente difícil plantarse ante la partitura en blanco para trajear una película tan arraigada de violencia, y lo hace buscando el contrapunto: sutileza, misterio y por momentos armonías alegres que nos puede recordar a la “Primavera” de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. Vale, igual me he pasado, pero necesito contextualizar al lector no familiarizado con piezas como “A love idea”, que nos sumerge en un halo de esperanza en medio de tanta crueldad con las deliciosas cuerdas de violín, desenfoque de lo que la trama sugiere, un contraste buscado con toda la intención.

Lo importante reside en destacar el dominio absoluto de los géneros del músico, que se mueve por el jazz sutil de club en algunos pasajes, en la orquestación pausada en otros, sin renunciar al inconfundible sonido de su guitarra, aunque solo sea en un par de cortes a lo largo de pocos segundos. Ya la pista inicial nos atrae por unas cuerdas pausadas y relajantes que, poco a poco, se viran en toques de jazz y cierta inquietud hasta que el piano cobra el protagonismo absoluto.

La oscura “Think fast” demuestra su versatilidad. Un tema repleto de oscuridad y recursos armónicos donde se funden varios instrumentos hasta su explosión final. “Tralala” nos conduce a un jazz cabaretero mostrando un riff principal que suena casi a big band, un tema que suena a striptease, a garito y misterio, con toques de guitarra cercanos al blues marca de la casa. Destaca el órgano hacia la mitad de “The reckconing”, donde vuelve a aparecer el misterio con la ruptura de tempo hacia el final y que empalma en tonalidad con “As low as it gets”, repleto de instrumentos de percusión en segundo término y que pese a ello consiguen el efecto deseado. El oído agudo podrá apreciar, allá por el minuto, un guiño a “Going home: Theme of the local hero”. El tema final es una vuelta al arranque, pero, esta vez, las cuerdas demuestran tristeza y desesperanza con más ahínco y en un plano con mucha más presencia en la mezcla.

Elegir esta banda sonora supone poner de manifiesto el sorteo de la dificultad, el carácter camaleónico, la sapiencia sonora y el control de todo tipo de géneros e instrumentos en el que se huye de la canción y de la épica para colorear una cinta que, como la novela en la que está basada, representa lo peor del ser humano. Mark Knopfler fue, es, capaz de ello. Y merece ser reivindicado.