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Iggy Pop, Lou Reed y dos monstruos, al otro lado del muro

EL RITMO DE LA SEMANA

«Estos días que se cumplen años de la caída del Muro de Berlín, comienzan a caer a borbotones las composiciones que nacieron para capturar aquellos tiempos y postiempos de la Guerra Fría»

 

Sobre la música, la ficción y el cine como retratistas de la historia, escribe Sara Morales en su columna de los lunes, El ritmo de la semana.

 

Una sección y foto de SARA MORALES.

 

A medio camino entre el trastorno, por el mal sabor de boca que deja el bizarro biopic de Ed Gein, y la carcajada inesperada que desata Una batalla tras otra, en esa inteligentísima mofa a todos nosotros y a nuestra era con unos Leonardo DiCaprio y Sean Penn sublimes, todavía le da la cabeza a una para atar cabos. Y estos vienen de la lectura, o relectura más bien, que el cine y la música hacen de la historia.

En esta tercera entrega de la serie Monstruo, que sitúa como protagonista al asesino que inspiró a Hitchcock para concebir Psicosis, ocurre un hecho clave, aunque no principal en la trama, que pone sobre la mesa la labor (y el valor) del arte en la sociedad. Uno de esos momentos de metacine, de guion excelso, de derroche de argumentos que, aunque fuera de tiempo ya (o precisamente), dan explicación a muchas de las cosas que habían quedado huecas en su momento.

Del mismo modo que de la retorcida mente de Ed Gein se creó el personaje de Norman Bates, también nació el mítico Leatherface de La matanza de Texas. Y es en este biopic en el que se ve al director de la misma, Tobe Hooper (representado por el actor Will Bill), decir algo así como «voy a hacer la película que se merece América». Y lo hizo. Ya lo creo. Ante los temores y desencantos de una sociedad autómata y “cómplice” de la corrupción del poder, Hooper ofreció, en 1974, sangre y motosierras. Ante los traumas psicológicos de un pueblo enfermo de tabúes y represión, como el americano en 1960, Hitchcock puso en el mundo a un perturbado que se disfrazaba de su madre muerta. Ante las obsesiones, la ira y la desesperación de los tiempos que corren ahora, en 2025, Paul Thomas Anderson se ha reído de todos nosotros (y de él mismo) con Una batalla tras otra.

Pero no solo el cine o la ficción participan en este juego de retratar en sus metrajes épocas y reflejos anímicos de las distintas sociedades. También la música se suma siempre a la partida. Y justo estos días que se cumplen años de la caída del Muro de Berlín, comienzan a caer a borbotones las composiciones que nacieron para capturar aquellos tiempos y postiempos de la Guerra Fría.

Es el caso de “Wind of change”, de Scorpions, considerada el himno no oficial de la reunificación alemana. O de “99 luftballons” de Nena. O de “The Passenger”, de Iggy Pop, íntimamente relacionada con el ambiente de aquel Berlín; incluso, ya que estamos, del Berlin de Lou Reed, ese álbum conceptual de 1973 que narra la historia de dos amantes en la Alemania dividida. Ojo, y también anda por ahí “El Muro de Berlín” de Sabina, una pieza satírica que ironiza sobre la era poscomunista y los cambios de ideología.

Menos mal que está el arte para expresar lo que nosotros mismos ya no podemos o, sencillamente, ni nos atrevemos.

Anterior entrega de “El ritmo de la semana”: Del expresionismo alemán en el cine, a la banda sonora de nuestras vidas.