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Dani Martín, un cabrón al que echábamos de menos

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«Dani tiene claro que “esta noche no se va a repetir” y que ninguna de las otras nueve será igual, porque la vida nunca lo es»

 

El madrileño inicia su gira 25 putos años en el Movistar Arena, donde actuará diez noches entre noviembre y diciembre. En el arranque ha estado Arancha Moreno.

 

Dani Martín
Movistar Arena, Madrid
14 de noviembre de 2025

 

Texto: ARANCHA MORENO.
Fotos: J. PEREA.

 

Es la segunda vez que Patricia va a un concierto. Tiene 6 años. «Yo con su edad vi a Mecano, y después se separaron», dice su madre en la cola del baño del Movistar Arena, enarcando las cejas con un gesto inquietante. Es la primera de las diez noches que actuará en el recinto Dani Martín, con su gira 25 putos años. Restemos drama: él no ha venido a separarse de nadie porque vuela libre desde hace 15 años. Si acaso, es una noche de reencuentro con su pasado mientras sigue reivindicando su presente. Diez discos de estudio, cinco con El Canto del Loco y cinco en solitario. E incontables hits que suenan en las radiofórmulas ininterrumpidamente desde el año 2000. La reivindicación era justa y necesaria.

Suena el “Imagine” de John Lennon, como si quisiera prepararnos para una noche soñada, para echar a un lado todo lo que traíamos encima y dejarnos llevar por las canciones, que las pantallas escupen como pequeñas ráfagas. La estética bebe de sus amados Green Day, ese espíritu punk que acompaña a un tipo que ha edificado su propio camino dentro de una industria que le quiere y le arropa. Entonces, como si de una película de la Metro Golden Mayer se tratase, en vez de rugir el león aparecen unas enormes zapatillas Converse gigantescas en la pantalla trasera del escenario. Y delante, una numerosa banda capitaneada por un Dani Martín que sale a comerse el mundo delante de 17.000 almas.

Tres años sin enfrentarse al directo son muchos para un tipo que lleva un cuarto de siglo haciéndolo sin treguas previas. Una pausa que él, como dirá esa misma noche, ha dedicado a la vida fuera del foco: a la familia, los amigos, los amigos del fútbol (¿son esos chicos que están en el fondo, en primera fila, dándolo todo?), a hacer el amor, besarse, comer arroz y otras tantas cosas que le han curado de tanta sobreexposición. Solo una cabeza bien amueblada se habría permitido parar en la cúspide sin miedo a desvanecer su éxito. Entre medias, un nuevo disco alumbrado el año pasado, El último año de nuestras vidas, que reivindica ese espacio propio y que hoy también se estrena en sociedad.

Pero el viaje tiene muchas estaciones y la primera parada, como la última, es para su antigua banda. Suena “Zapatillas” mientras Dani Martín sale cual fiera enjaulada a reencontrarse con los suyos recuperando uno de sus gestos favoritos: subirse al altavoz. Una, dos veces. Son tantas ganas, y tanto sin hacerlo, que tiene que repetir el gesto para quedarse clavado ahí arriba. ¿Cuántas veces habrá soñado con ese momento exacto en estos tres años? ¿Y los de abajo? A juzgar por lo que cantan, muchas. Él no es el único que se está reencontrando con su pasado: muchos de entonces han venido y no lo han hecho solos. Hay mucha gente menuda en las gradas, los hijos de aquellos que, veinte años atrás, cantaban “Pequeñita”. Como la madre de Patricia. Varias generaciones entretejen el público y todas encuentran algo que les conmueve, o les mueve, en el repertorio. Trascender debe ser esto.

«¿Va a invitar a alguien?», se pregunta un cuarentón en voz alta. Antes del show no lo tengo claro, y me encaja perfectamente que el protagonismo se lo lleve solo el repertorio. Y así es, con una mínima excepción: la aparición de un crío de unos ocho años que empuña a su lado una guitarra eléctrica. Es el hijo de Rulo y María quien toca “Volverá”, afrontando quizá la noche más emocionante de su vida meses después de haber enfrentado la pérdida más dura. «Palmas para Oli», no dice más. Los que estamos allí sabemos que el pequeño está tocando en homenaje a su hermano, y un nudo nos aprieta bien fuerte la garganta.

 

«El pequeño Oli toca en homenaje a su hermano, y un nudo nos aprieta bien fuerte la garganta»

 

“Desaparece”, “Besos”, “Tal como eres”, “A contracorriente”, “Puede ser”… no hay una con la que no rebobinemos a nuestros 15, 18 o 23. Hay fuegos detrás de la banda y no es un efecto óptico: es una pirotecnia controlada con la máxima seguridad. Se nota que ha habido tiempo diseñando e invirtiendo en cada detalle. Entre noviembre y diciembre pisará otras nueve veces ese mismo escenario, pero tiene claro que «esta noche no se va a repetir» y que ninguna será igual, porque la vida nunca lo es. Lo hemos aprendido en sus canciones, llenas de amor y de cicatrices. Como en “De cero”, “Emocional” o “Qué bonita la vida”, que suena en palacio arropada por una hermosa sección de cuerdas antes de una de las canciones más honestas que ha escrito. Cierra los ojos y entona “No vuelve”.

Del vértigo a la intimidad, el concierto fluctúa con un ritmo imparable en la primera tanda que se relaja según pasa el minutero del reloj. En el amor no se puede estar igual de enamorado siempre, y en los conciertos, tampoco. Pero sobre las tablas hay un tipo que no tiene rival como animador colectivo. Sonrío al pensar que, en otra vida, Dani Martín podría ser monitor de una clase de spinning sin despeinarse. Aquí manos arriba, en esta no deis palmas, canta Madrid. A guía no le gana nadie. Dani fluctúa desde “Carpe diem”, donde canta sentado en el suelo a lo indio, hasta “Iros a tomar por el culo”, ese enérgico guiño a Robe Iniesta que entona después de advertir que le gustan las bandas de pop y de rock, y hasta el reguetón hecho con el corazón, y, ay, «las mujeres que van al trabajo en autobuses rojos, como canta Quique González». Dani Martín es mainstream pero sus oídos no, porque bebe de fuentes también escondidas.

Hacía mucho que no escuchaba en directo “La madre de José”, ese hit juvenil con el que ya no se identifica su autor, y hoy tocaba. Es curioso, pero parece que el público también se ha contagiado de esa elipsis, porque no la celebra tanto como otros clásicos de El Canto. Mucho menos, en cualquier caso, que “Una foto en blanco y negro” o esa versión más rápida y punk de “Volver a disfrutar”. «La música me salvó la vida, y 25 años después vosotros me la seguís salvando», asegura entre canción y canción, en una velada que oscila entre la celebración y el agradecimiento. De camino, alguna «chapa» que no le perdonaría Iván Ferreiro, porque para el gallego cada minuto hablado es una canción perdida. Pero el repertorio está siendo generoso y Dani también quiere mostrar con palabras el sentido de lo que está viviendo.

Pasarán muchas canciones más, pero pocas tan emocionantes como ese “Peter Pan” que canta en la grada, apareciendo por sorpresa entre el público y cogiendo a alguna fan de la mano, mientras brotan los flashes y las lágrimas. Miramos un rato hacia el patio de butacas y otro al escenario, donde han regresado las cuerdas, y de ahí, a las pantallas. Hay muchos lugares a los que aferrarse visualmente; en algunos momentos, quizá demasiados para los que somos millenials, y qué decir para la Generación X, o para los baby boomers, como los padres de Dani. Allí están, al fondo del palacio, en primera fila, Manolo y Carmen. Es una noche especial pero no llevan traje: visten las sudaderas con el logo de Dani Martín. Discretos, rodeados de cariño y arropando a su hijo sin perderle de vista. Se aprende mucho de alguien viendo cómo son sus padres, y ellos, sin mediar palabra, hablan muy bien de él.

“Sí a la paz, sí al amor. Nos vemos pronto… mañana”, se despide el anfitrión antes de cerrar la fiesta con “Insoportable”, un último grito juvenil. La noche ha oscilado entre el fuego, la emoción y la memoria de un frontman que tiene un buen fondo de canciones y sigue manteniendo la forma. Cuando se abren las puertas, el frío madrileño aprieta en la calle Goya, cortada al tráfico para facilitar la salida del recinto. El público sale canturreando la última, como queriendo hacer la transición más fácil. Veinticinco años de canciones siguen flotando por las aceras de Madrid. “Os echaba de menos, cabrones”, gritó Dani Martín, tierno y chulo, un rato antes. Ellos a él también.