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Luke Bell, el amargo recuerdo de una dulce voz

COWBOY DE CIUDAD

«Lo encontraron muerto en 2022 —al parecer debido a sobredosis accidental de Fentanilo—, a los 32 años»

 

Javier Márquez Sánchez ahonda en la historia del músico estadounidense, a propósito del disco póstumo que ve la luz esta semana y con el que se cierra una carrera marcada por la resistencia y la devoción al country.

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Foto: LAURA E. PARTAIN.

 

Luke Bell fue, desde sus inicios, una figura atípica en el paisaje del country contemporáneo. No por extravagancia, ni por ambición rupturista, sino, precisamente, por lo contrario: por su decisión de habitar con naturalidad el corazón más clásico del género, ese territorio sentimental en el que confluyen la melancolía, el humor de bar de carretera, la fragilidad emocional y el deseo constante de volver a casa, aunque uno no sepa muy bien dónde queda. Nacido en Kentucky y criado en Wyoming, Luke no tenía pinta de querer ser una estrella. Tenía pinta de querer cantar. Y cuando lo hacía, su voz rasposa, luminosa y temblorosa tenía algo que conectaba directamente con los espíritus antiguos del country: Hank Williams, Townes Van Zandt, Blaze Foley. Cantantes que parecían vivir al borde de algo, sin escudo, sin trampa, sin artificio.

La historia de Bell es breve y dura. Grabó su primer disco en 2014, lanzó un álbum homónimo en 2016 que lo colocó en el radar de la crítica y de una comunidad creciente de oyentes fieles, pero pronto desapareció de escena. Pasó años fuera del foco, luchando contra enfermedades mentales, dejando conciertos a medias, vagando por distintas ciudades sin un rumbo definido. Lo encontraron muerto en 2022 —al parecer debido a sobredosis accidental de Fentanilo—, a los 32 años, tras haber estado desaparecido varios días en Arizona. Su historia, trágica y elusiva, parecía entonces cerrarse como la de tantos músicos a los que la vida les queda grande o les pesa demasiado. Pero como suele ocurrir con los artistas verdaderos, la música se impuso al silencio.

Ahora, tres años después de su muerte, aparece The king is back, un disco póstumo que reúne 28 canciones grabadas entre 2013 y 2016, la mayoría de ellas inéditas. El título puede sonar irónico, incluso arrogante, pero cuando uno escucha el álbum entiende que hay algo profundamente cierto en esa afirmación. Bell, que siempre cantó desde el margen, desde la derrota, desde la herida, regresa con una colección de canciones que lo reivindican como un artista mayor. No por el virtuosismo ni por la sofisticación, sino por esa extraña capacidad de convertir la pena en belleza, el desencanto en swing, la confusión en lirismo. The king is back no es solo un rescate arqueológico; es un testamento sonoro que pone en valor la coherencia emocional, la precisión melódica y la humanidad desbordada de un músico que no necesitó más que una guitarra, una pedal steel y una historia que contar.

El disco es, inevitablemente, heterogéneo. Las canciones provienen de distintos momentos, con distintos productores y diferentes grados de acabado. Pero lejos de ser un obstáculo, esa variedad se convierte en un mapa emocional de lo que fue Bell en aquellos años: un artista en plena búsqueda, en transición constante entre el folk y el honky tonk, entre el vals roto y la balada confesional, entre el humor y la oscuridad. Hay canciones donde se muestra juguetón, irónico, casi caricaturesco, como en “Orangutang”, donde suena como un vaquero borracho de su propia neurosis. Pero también hay momentos de una sinceridad desarmante, como “The king is back”, donde canta con rabia y orgullo contenido sobre la miseria, el hambre y la necesidad de volver a ponerse en pie. En cada verso se percibe ese temblor que no es inseguridad, sino vulnerabilidad radical. Bell no interpreta sus canciones: las vive. Y eso lo convierte en alguien muy difícil de reemplazar.

Musicalmente, el disco es un festín para quienes aman el country tradicional. No hay concesiones al sonido Nashville de estadio, ni artificios de producción que intenten modernizar lo que no lo necesita. Lo que hay es guitarra acústica, piano saloon, pedal steel, batería escobillada, armonías sencillas y arreglos que parecen sacados de un club de Texas en 1975. Pero detrás de ese clasicismo sonoro no hay nostalgia vacía, sino una declaración de principios. Bell no imitaba: respiraba esa música. Su country no era una pose, ni una recreación estilizada, sino un lenguaje que dominaba con naturalidad porque lo llevaba dentro. Por eso suena convincente incluso en las canciones menos redondas: porque todo lo que canta tiene raíz.

La fuerza del álbum, sin embargo, no está solo en lo musical, sino en la dimensión humana que atraviesa cada corte. Bell canta sobre la pobreza sin victimismo, sobre la tristeza sin dramatismo, sobre el amor sin grandilocuencia. Lo hace con un equilibrio muy delicado entre el humor resignado y la ternura devastada. Como si supiera que no hay victoria final, pero tampoco rendición definitiva. En muchos momentos recuerda a John Prine por ese modo de mirar la vida de lado, con ironía, pero sin cinismo. Hay canciones que hablan de chicas que se van, de trabajos que no duran, de casas que ya no son hogar, de lugares que uno quisiera olvidar pero que siguen apareciendo en sueños. Y, sin embargo, hay algo alegre en esa tristeza. Como si cantar fuera la única manera de mantenerse vivo.

Escuchar The king is back es entrar en el universo de un hombre que entendía la música no como una vía de escape, sino como una forma de asumir su propio caos. Un hombre que no buscaba la redención ni el éxito, sino un poco de sentido en medio del desorden. Un hombre que, como tantos otros músicos errantes, parecía estar siempre a punto de romperse, pero seguía tocando porque eso era lo único que sabía hacer. Lo que más conmueve del disco no es su condición póstuma, sino lo vivo que suena. Bell no canta como un fantasma, sino como alguien que sigue aquí, agarrado a sus canciones, a su guitarra, a su voz imperfecta.

El lanzamiento del disco tiene también un componente simbólico poderoso. La familia de Bell ha decidido destinar los ingresos del álbum a un programa de salud mental en Wyoming, el lugar donde él creció. Es una forma de convertir el dolor en ayuda, de cerrar el círculo de una vida marcada por la lucha contra la enfermedad y el aislamiento. Pero más allá del gesto altruista, The king is back funciona como una reivindicación artística. Bell no fue un artista de culto por accidente: fue un cantante real, con una voz reconocible, con un estilo propio, con un repertorio que ahora se amplía y se fortalece. Su figura crece no por el mito de la tragedia, sino por la calidad indiscutible de su obra.

Quienes ya lo conocían encontrarán en este disco una confirmación. Quienes lleguen ahora, descubrirán a un músico sin tiempo, sin edad, sin afectación. Un tipo que cantaba como si no hubiera mañana, porque tal vez sabía que el mañana podía no llegar. En un mundo donde todo se acelera y se simplifica, escuchar a Luke Bell es un acto de resistencia. De amor por lo auténtico. De fe en la música que nace de la vida real, con sus heridas, sus deseos y su absurda belleza.

Anterior entrega de Cowboy de Ciudad: David Allan Coe, el más salvaje de los forajidos.